Sobre lo “Criollo” y el “Folclore”: Otras Construcciones Santiagueñas

  1. Claves para Comprender la Historia - Horizonte Bicentanario - mayo 201 julio 2016 - Año V - Nº 22 - Mayo de 2013 - ISSN 1852-4125
  2. Rodolfo Oscar Legname (h)

CUESTION ES DE LA CULTURA EN UNA SOCIEDAD TRADIC1.Sobre lo “Criollo” y el “Folclore”: Otras Construcciones Santiagueñas

       

Una mirada a la producción de discurso y sentidos en torno a lo criollo, lo campesino, lo popular y el folclore, pudieran iluminar la comprensión de los modos de pensar las políticas culturales en Santiago del Estero durante el transcurso del siglo xx, ideas que siguen estando en la base de ciertas comprensiones hegemónicas en el ámbito de la misma ciudad.

 He tomado dos artículos periodísticos referidos a la música “criolla” y a la actuación de la Compañía de Bailes Criollos, publicados próximos a la celebración del Centenario de la Revolución de Mayo, para reflexionar acerca de algunas ideas que sospecho se deslizan por debajo de la concepción de cultura de los santiagueños; ideas que posiblemente tengan una constitución histórica en lo temporal y lo que esto puede implicar en términos de la construcción de una ideología cultural que de algún modo pervive hasta hoy

 §Sobre la Música Criolla

 El 15 de diciembre de 1908, Humberto Abalos escribía en “El Porvenir” de Santiago del Estero, refiriéndose a la “música criolla” de su amigo Andrés Chazarreta:

“Eran gratos los efluvios de sus hondas armonías y en cada una, parecía sollozar la lira nacional, imprimiendo en sus ecos remembranzas gauchescas... Era como un himno a la Naturaleza, a la selva lujuriosa, entre cuya maraña se esconden y cantan las aves y silban los crespines, donde los aromos y tuscales confunden sus perfumes con el de las mil y una flores silvestres, mientras el monótono golpear sobre el parche  y los gritos del gaucho formaban el coro original”.[i]

Es posible leer aquí una identificación gaucho-nación, o mejor dicho, lo gauchesco vinculado a la idea de Nación, o el gaucho como sujeto involucrado en la formación de la Nación: lo nacional es el gaucho, idea sobre la que habrán trabajado fervientemente José Hernández, Ricardo Guiraldes: la lira nacional solloza con remembranzas gauchescas.

Por otra parte, es imposible no tener presente esa noción de un tiempo pasado, casi perdido: un tiempo perdido de “criollismo" que pervive como remembranza, como recuerdo dulce y melancólico. Una concepción de lo gauchesco como un elemento de fuerte relación con la Naturaleza, que resulta en el discurso devenida otro sí del criollo, como si lo criollo fuera un alter ego del paisaje. Una entidad criollo-naturaleza que parece plantear lo criollo como “lo natural" apartado de la civilización y, en tanto que natural, objeto de estudio de la ciencia: sujeto a observación y clasificación, a análisis y medida “desde afuera”; con una mirada objetivante, inquisitiva, descubridora: una mirada moderna. No podemos dejar de lado la formación contemporánea de colecciones científicas en los museos, ese indagar sobre un pasado a-histórico y "natural", que encontrará su referente local en el Museo de Ciencias formado a partir de la Colección Gancedo.

Es esa vinculación con lo natural lo que aparta a lo criollo de la civilización y lo deviene bárbaro, salvaje, a la vez que lo funda fuera de la historia como “pueblo”, sujeto múltiple productor de “folclore”[ii], ese saber anónimo sin nombre ni dueño, ese sujeto de antes de la individuación, dionisíaco. Pero también -y sobre esto es conveniente dejar una marca clara- “buen salvaje”, salvaje manso que acata las indicaciones, que obedece, que no se rebela, que ha aprendido a someterse al patrón: salvaje sobre el que ha operado el proceso civilizatorio.

 “Algo así como una añoranza de otras épocas de dicha y de amor, surge de las notas del piano, al pulsar una hábil mano el teclado, dejando sentir la música criolla, en que palpita emotivamente el espíritu nacional... Y esa música que tanto me halaga y emociona es la del inspirado compositor Chazarreta (...) No tiene ella vuelos de clasicismo ni pasajes –de un arte extraño: su ritmo es netamente criollo y su música evocativa, dice con sencillez triunfal, sus ternuras, al alma nativa, conmoviéndole en sus más intimas fibras”.[iii]

Se presenta en el texto una añoranza del pasado concebido como un tiempo idílico, adánico, del principio del mundo: esas épocas de dicha y de amor, ese himno a la naturaleza, ese coro originario de gauchos están hablando de un principio del mundo, mundo que es, en realidad, “mundo social” fundante en el pasado; pasado que se presenta como ideal de un tiempo que fue y al que se mira con mirada romántica en tanto que mundo bucólico de crespines y tuscales.

Pero, ¿qué es lo “criollo” a que tantas veces se alude, en este contexto? ¿Es, acaso, lo mestizo, o lo español americanizado?

En el contexto del discurso, lo criollo parece presentarse como “lo campesino”, el lugar a donde se ha relegado al salvaje hibridado devenido “gaucho”. No obstante, no es posible acallar la conciencia de lo “criollo” como la de “hijo de español nacido en América” que pudiera estar detrás de un discurso historiográfico. De ese modo, criollo resulta lugar de cruces y de encuentros, imposibilidad de univocidad.

Y sin embargo, en algún momento lo “criollo” se habrá desplazado al “folclore”. Ese momento de desplazamiento, que parece estar ya prefigurándose, habrá de producir un distanciamiento: mientras que “criollo” se presenta como lo otro próximo/prójimo, “folclore” es la ciencia del pueblo: un otro objetivado, sobre el que se ha puesto distancia, objeto de catalogación y medida: otro “otro”. Lo que “criollo" estaría quizás sacando a luz es una realidad de mestizajes, de cruces y de encuentros, de imposibilidad de univocidad: un modo de nombrar lo otro so-portado por el sí mismo -la sangre aborigen- que se porta sobre sí a su pesar: una ruptura hacía el interior del grupo y de los sujetos que lo constituyen, que opera negando los cruces, negándose a asumirse ellos mismos como sujetos de hibridación, no blancos; campo de plasmación de mestizaje.

Finalmente nos queda “esa música evocativa que dice con sencillez triunfal sus ternuras al alma nativa conmoviéndola en sus más ínfimas fibras”, esa evocación sensible, sensiblera, que conmueve no a todos, sino al alma nativa; un alma, por lo demás, guiada por el sentimiento y no por la razón: San Francisco Solano evangelizó a los indios por medio de su violín, es la música lo que suaviza a lo salvaje, lo que lo apacigua. Es la sensibilidad, lo emotivo, lo que llevará a estos “criollos”, a este “pueblo” a prestar adhesión. De ahí, no queda sino un paso a pensar a estos sujetos “criollos”, que producen esta música y la consumen, son lo sensible, lo débil, lo sin forma, aquello que es lo sencillo, lo simple, lo que no puede constituirse por la razón... lo femenino en tanto que lo emotivo. Es quizás esta vinculación de lo blando inconstituido con lo femenino, que occidente arrastra desde los pitagóricos[iv], lo que puede estar por detrás de la asignación de la responsabilidad sobre lo cultural en el Estado a las mujeres o a los artistas, cuya producción pudiera leerse en términos de gratuidad, de improductividad.

Una producción al solo efecto de la evocación: de ese modo, lo criollo –y lo cultural, hacia donde se ha disparado el lugar de lo “criollo” devenido “folclore”- sólo puede tener una producción “evocativa”, que vuelve con añoranza sobre el pasado, pero que no puede mirarlo críticamente.

Una producción sencilla -simple, no artificial-, conmovedora, de sujetos sobre los que opera moldeándolos -ioh, Hegel, Hegel![v]- como un peso, la Naturaleza indomable.

 §Una actuación de la Compañía de Bailes Criollos en 1911

 La noche del sábado 15 de junio  de 1911 la Compañía de Bailes Criollos de Andrés Chazarreta se vio en la necesidad de estrenar su espectáculo en el Pasatiempo El Águila, al no permitírsele hacerlo en el Teatro 25 de Mayo, como se había anunciado con anterioridad. Si bien lo publicado por la prensa local sólo expresa que el Poder Ejecutivo de la Provincia habría manifestado “que dicho coliseo está destinado para que actúen las compañías de primer solamente”[vi], es dado suponer que lo que estaba en el espíritu de quienes le cerraron la sala fuera el mismo grupo de ideas expresadas por La Razón, de Tucumán, el 2 de agosto de 1911 con motivo de la repetición del mismo espectáculo en el Teatro Belgrano de San Miguel de Tucumán:

“El teatro moderno es esencialmente sociológico, es escuela de cultura y educación artística y del buen gusto en todas las manifestaciones de lo bello.

Un cuadro de costumbres criollas, del pueblo de la campaña, con la indumentaria de aquella época, su estilo, lenguaje, instrumentos y diversiones no nos parece asunto para hacerlo en un teatro, mucho más si esos cuadros ya no son de esta época, puesto que la civilización moderna ha modificado las costumbres criollas, que ya no son de tipo del gaucho con chiripá, con blusa abigarrada, gran guarapón sobre hirsuta cabellera, ceñidor con numerosas monedas, roncadoras de plata, lazo, rebenque, facón y el aire y la parada de un Moreira. Espectáculo que sería pasable en circo, no debe subir a la escena de un teatro donde concurre la gente más culta” [vii]

El hecho es claro: seguramente esta irrupción del pueblo sobre un escenario era lo que menos pretendía ver “la gente más culta” de ese tiempo, luchando constantemente contra esas imágenes de barbarie que se pretendían acallar. La cita al buen gusto, a las manifestaciones de lo bello, la definición del teatro como escuela de cultura y de educación artística está manifestando a todas luces la lucha contra un “otro” molesto que asoma sin permitir constituir finalmente el proyecto de nación plasmado por el '80. Esos Moreiras que sólo son imaginables en el circo, con cabello hirsuto y vestidos de un modo antiguo son una oscura presencia que socava la pretensión de civilización, de modernidad, de progreso

Creo que esta aparición en escena -literalmente en escena, es decir, sobre el escenario de un teatro- del “pueblo”, de “lo popular” desentraña algunas cuestiones que están por debajo del discurso santiagueño sobre la cultura. Pero dejemos que sea la crónica misma de ese espectáculo, que superó todas las expectativas de público, la que nos dé cuenta de lo que estaba en juego.

“Desde que se anunció la aparición de esta compañía, puede decirse que no hubo una sola opinión emitida con franqueza sobre su éxito. Un sentimiento oscuro poco definido hacía presentir tanto la posibilidad de un éxito como la de un fracaso, de modo que nadie se animaba a predecir el resultado con seguridad, limitándose los más pesimistas a hacer uso de la conocida muletilla de ¡macanas!...”[viii] 

 ¿Qué era lo que molestaba, qué era lo que sembraba ese “oscuro sentimiento”?  ¿ Qué era lo que se temía, o no se quería ver? Sospecho, ya lo dije antes, que no se quería ver nada que recordara un pasado bárbaro demasiado cercano, que hiciera presentes gestos y costumbres que de algún modo habían sido cotidianos -no olvidar las descripciones hechas por viajeros del siglo xix, en las que se describe a las señoras santiagueñas de la clase alta fumando en las galerías externas de sus casas, peinadas con trenzas, “a las puertas de sus casas como cárceles, como presos que toman aire”[ix]- duramente superadas por constricciones impuestas sobre el cuerpo, civilizándolo, formas antiguas que no se quería volver a ver, a reconocer como propias. Finalmente, esa muletilla de “¡macanas!” nos da el justo lugar asignado a ese espectáculo de folclore: algo sobre lo que no valía la pena discutir, pero sobre lo que se discutía. Sería dado también pensar si no operaba alguna “seducción de la barbarie”: una curiosidad por ir a ver de qué se trataba, pero también el peso del control social operando para no poder presenciar ese espectáculo en el teatro oficial. Meter los gauchos en el Teatro 25 de Mayo era como meter los gauchos en la Patria.

Sin embargo, esa noche la sala del Pasatiempo El Aguila se llenó:

“...el teatro TOTALMENTE lleno, así como suena, con T mayúscula, desde el paraíso hasta el ultimo rincón de la platea, donde había algunos espectadores parados por falta de asiento, que querían presenciar el debut a toda costa (...) 1207 almas, es decir lo que en las más solemnes funciones  de  ópera suele concurrir al 25 de Mayo...”[x]

Claro que el cronista no aclara si el público era otro o el mismo que asistía a la ópera, aunque sería dado pensar en algunas variaciones, pues

“...era un verdadero hacinamiento de multitud ansiosa de ver bailar (...) que comunicó a la concurrencia tanto entusiasmo que los aplausos llenaron el ambiente mucho antes de que se levantara el telón...”[xi]

    Este hacinamiento de multitud ansiosa de ver bailar no es seguramente la clara distinción de los palcos, la ordenada distribución de la patea del teatro, no: es otra cosa, una fiesta que se desplaza, que ocupa un teatro -no el oficial, claro, sino algo menos serio: “El Pasatiempo del Águila”- y que se manifiesta “en medio de delirantes manifestaciones de júbilo”.

Por fin, a las nueve y veinte, “se levantó el telón para presentar a la compañía en traje característico”[xii]. Y comenzó el espectáculo, que consistió en dos vistas de biógrafo y luego la ejecución de la Zamba de Vargas, bailada dos veces por distintas parejas. A continuación, La Firmeza, Mañana de Mañanita, el Bailecíto, el Sombrerito, La Media Caña y los Aíres o Relaciones. En algún momento Andrés Chazarreta interpretó un tema en guitarra.

Es notable ese comienzo de biógrafo -una concesión a la modernidad, pero más allá aún, un espectáculo extraño, de feria, una extrañeza que de algún modo podría remitir al Pasatiempo del Águila a la dudosa honra de ser la continuación del circo, tan denostado por los tucumanos, como veíamos en un párrafo anterior- seguido de la Zamba de Vargas, zamba de fuerte referencialidad santiagueña, que no sólo involucra a la plebe sino a los señores, aunándolos en sus diferencias: ene efecto, bajo el mando de Manuel Taboada –“alta su espada se ve brillar”- es que los santiagueños vencieron a los riojanos. Aquí pueblo y gobierno, plebe y patriciado son una sola cosa, un cuerpo social,  pero cada uno en su sitio: unos mandando y otros obedeciendo, y juntos, los unos bajo la dirección de los otros, alcanzando el triunfo. Todo está bien así, pareciera decirnos en el fondo la Zamba de Vargas, dejemos que otros más capacitados nos gobiernen, que decidan por nosotros.

La Zamba de Vargas no ofrece problemas, salvo la cohibición de los bailarines al comienzo, hasta que los vivas del público “hicieron que en la segunda vuelta ‘largaran el rollo’ como suele decirse, bailando con todo el chic de los paisanos que cifran una buena parte de su felicidad en la admiración que se les tributa...”[xiii]. Y sin embargo, en la mirada del comentarista, ¿es esta felicidad una felicidad racional, del sujeto urbano, artista, que se ve reconocido por sus pares al demostrar su maestría técnica en la ejecución; o es por el contrario una felicidad distinta, menor, como la del cachorro que mueve la cola cuando se lo acaricia? El tono paternalista de la frase casi no deja lugar a dudas: el comentarista es un “otro” que habla desde afuera, que juzga y forma, que enseña y educa a ese

“...paisano manso y noble, que cree en Dios, que ama el terruño, que siente las nostalgias del rancho y de la prenda ausente, que bebe para olvidar sus cuitas, y baila creyendo alegrarse y no consigue más que avivar  su tristeza y pesadumbre...”.[xiv] 

En ese contexto, es comprensible que sí molestara, y mucho, lo que a mi entender es “la salida del pueblo a escena” un asomar de barbarie sobre el escenario:

“un  criollo ya maduro, de Atamisqui (...) y una maritornes sesentona, de Clodomira, que no debe haber hecho otra cosa en su vida que bailar malambos y chacareras...”  (El Liberal, 17/06/1911).

 Sin embargo, esta pareja, así como su atuendo, no dejaron de molestar al cronista de El Siglo, cuyo artículo es el que me sirve de guía:

“Por más que se haya querido representar nuestras tradiciones, según las cuales es frecuente ver bailar en la campaña a personas de edad avanzada, en el escenario produce mal efecto la presencia de ancianos de verdad que pueden muy bien ser representados por medio del arte. Las Compañías Teatrales son tanto más interesantes cuanto mayor sea la juventud, lozanía y belleza de sus componentes; y (...) no debe prescindirse de ellos en detrimento de la fama de los santiagueños y del buen gusto artístico.

El traje es otra cosa que el público le otorga mucha importancia.

Está bien que se quiera representar una tradición, una costumbre que ya no existe (...) pero presentarlo con lucidez, con brillo, con lujo si se quiere, para no chocar con el adelanto estético del día en que vivimos[xv]”.

Se cruzan aquí varios conceptos. Uno de ellos, la idea de espectáculo contra la idea de “lo auténtico” discusión y discurso que aún circula en nuestro medio: “es auténtico, es santiagueño” suele ser una expresión que habitualmente se usa para calificar no sólo a los espectáculos o al folclore, sino también para merituar las calidades de un candidato político: el ser local, el ser santiagueño es un plus difícil de superar. Por otra parte, esa presencia inquietante del pueblo debe ser necesariamente desplazada por un “como si” del pueblo: algo que se le parezca, una apariencia, no una realidad. Una re­presentación, pero representación de algo que ya no está: una ausencia. Y la ausencia que se quiere representar es la del gaucho, ya no sujeto de nacionalidad, sino signo, símbolo aquietado por la civilización, colonizado.

Finalmente, ¿qué está por detrás de ese “no chocar con el adelanto estético del día que vivimos”[xvi]? Sospecho que es el asomo de la modernidad: la esfera del arte se ha independizado del mundo de la vida, y es por eso mismo que ese mundo de la vida no puede irrumpir en el escenario: la escena es otra cosa, representación. Este criterio se refuerza con la indicación de la conveniencia de que  “... las parejas de baile deben ser designadas también con sus nombres respectivos para que el público conozca a los artistas y sepa distinguirlos en su actuación...”[xvii] texto que nos deja ante la constitución del “artista” individual, individuado, opuesto a la masa coral anónima del "pueblo", ese pueblo que había osado salir a escena tan impúdicamente.

    “...esta Compañía (...) podrá despertar simpatía por su aspecto primitivo y sencillo de sus componentes; pero será este un sentimiento fugitivo, porque en el fondo de el no hay otra cosa que una tendencia del público a divertirse a costa del prójimo, festejando la faz grotesca y ridícula de la caricatura”[xviii].

¿Y el público? ¿Y el entusiasta público que vitoreó hasta el delirio cada danza?

Hizo falta que pasaran veinte años hasta que los intelectuales de La Brasa miraran con otros ojos al pueblo, a lo criollo. Y ya había andado antes don Ricardo Rojas escribiendo El País de la Selva y La Restauración Nacionalista...

Pero eso es otra historia.



[i] “Juicios sobre la obra de Andrés Chazarreta”, pp.

[ii] Burke, P. “El descubrimiento de la Cultura Popular” pp.79-81, en Samuel, R. “Historia popular y teoría socialista”. Critica, Barcelona, 1981.

[iii] “Juicios... ”, pp.

[iv] Bernabé, A. “Fragmentos presocráticos”, pp. 83. Altaya, Barcelona, 1995.

[v] Hegel, F. “Historia de... ”

[vi] “Juicios... ”

[vii] ídem

[viii] ídem

[ix] Knight, E.F. “The cruise of the Falcon”, pp50-51, en Tasso, A. “Historia de ciudades. Santiago del Estero”. Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1984.

[x] “Juicios...” pp.

[xi] ídem

[xii] ídem

[xiii] ídem

[xiv] ídem

[xv] ídem

[xvi] ídem

[xvii] ídem

[xviii] ídem

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