Las dimensios de las revoluciones por la independencia

 

Claves para Comprender la Historia, Horizonte Bicentenario 2010-2016 - Año 5 - Nº 21, abril de 2013-

ISSN 1852-4125

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José Carlos Chiaramonte

* Texto de una ponencia presentada en la Jornada Internacional de Debate “Los historiadores y la conmemoración del Bicentenario”, Centro de Estudios Históricos e Información Parque de España, Rosario, y Red de Estudios sobre Política, Cultura y Lenguaje en el Río de la Plata durante el siglo XIX”, Rosario, 20 y 21 de octubre de 2006.

Un tema como el de los vínculos de las revoluciones de independencia iberoamericanas con la peninsular implica dos problemas, distintos, pero de íntima conexión. Uno, hecho explícito en el título de esta reunión, el del carácter y alcances de esos nexos entre ambos procesos históricos, el hispano y el hispanoamericano. El otro, implícito en él, el de la pertinencia del concepto de revolución, no sólo respecto de Hispanoamérica sino también de España, dado que en ambos casos ha sido objeto de cuestionamientos. Por lo tanto, una primera decisión que se me ocurre es la de verificar la pertinencia del calificativo de “revoluciones”. No es que pretenda meterme en un enojoso embrollo de definiciones, sino usar el asunto para una breve reflexión sobre lo inadecuado de nuestras periodizaciones.

Esta perspectiva cambia radicalmente al difundirse las concepciones sociales del Romanticismo. Y esto se verifica también en lo concerniente al concepto de revolución. Por ejemplo, Esteban Echeverría lo reflejaba al definirlo de la siguiente manera -que, si posee notable parentesco con el criterio del marxismo, es justamente por el mismo motivo:

No entendemos por revolución las asonadas ni turbulencias de la guerra civil, sino el desquicio completo de un orden social antiguo, o el cambio absoluto, tanto en el régimen interior como exterior de una socieda2.

 

Consiguientemente, Echeverría, como es conocido, aplicaba el calificativo de revolución con limitaciones: la revolución de Mayo había sido una revolución incompleta, lograda en lo que atañe a la independencia política, pero no en las transformaciones sociales que a su juicio deberían haberla acompañado.

Pero hacia 1810 la perspectiva era la anterior al Romanticismo y el uso de la palabra revolución con un sentido sustancialmente político era por demás natural y refería al logro de la independencia política. Tal como hacia 1821 lo implicaban estos versos de Bartolomé Hidalgo, uno de los iniciadores de la poesía popular rioplatense, “En diez años que llevamos / De nuestra revolución / Por sacudir las cadenas / De Fernando el balandrón: / ¿Qué ventajas hemos sacado?..”3.

Sin embargo, el carácter revolucionario de los sucesos peninsulares y americanos podía ser objetado desde una tercera perspectiva, que concierne a la naturaleza histórica de los cuerpos políticos participantes y del estatuto de quienes los integraban. Recordemos que la historiografía europea sobre la Edad Moderna se ha detenido con delectación en el hallazgo de evidencias que mostrarían la interpretación errónea de movimientos sociales a los que se atribuyó tradicionalmente carácter revolucionario. Por ejemplo, las rebeliones campesinas de los siglos XVII y XVIII que, en lugar de considerárselas como movimientos anti-feudales, se juzga que en realidad reaccionaban contra la opresión de los Estados absolutistas y demandaban el retorno a la protección de las antiguas instituciones.

Un caso que podría inscribirse en este tipo de cambio de perspectiva es el de las insurrecciones españolas derivadas de la invasión francesa y la constitución de nuevos órganos de gobierno local, en un proceso que ha sido rotulado como el “juntismo” español y considerado, con razón, como antecedente de las juntas de gobierno hispanoamericanas.

Por ejemplo, el historiador español de la Universidad de Navarra Martínez de Velasco polemiza continuamente con Miguel Artola, a lo largo de un libro, publicado en 1972, dedicado a la formación de la Junta Central del Reino. Además de aspectos secundarios del tema, el blanco principal de su crítica es la tesis del carácter revolucionario de la insurrección del pueblo español contra la ocupación francesa. Así, mientras Artola afirma que el nuevo poder “es doblemente revolucionario: en primer lugar, por la forma de constituirse, en clara oposición a las autoridades legítimas del Antiguo Régimen, luego por la potestad que se atribuye”, Martínez de Velasco señala que en Asturias el movimiento de constitución de la Junta Suprema del Principado mal hubiera podido ser revolucionario, dado que se utilizaba la centenaria Junta General del Principado -convocada, como también los miembros de la Real Audiencia, para la formación de la nueva Junta- y se integraba con autoridades legítimas, como lo eran los miembros de la Real Audiencia. Y que, por otra parte, la Junta de Asturias utilizaba una doctrina antigua, al declarar haber “reasumido la soberanía por hallarse sin gobierno legítimo...”:

todos los miembros de la Junta -anota-, incluso los miembros de la Audiencia, estaban de acuerdo con la doctrina tradicional, según la cual la soberanía recaía sobre el pueblo, si el poder legítimo estaba vacante4.

Otro caso de uso de antiguas doctrinas e instituciones sería el de la Junta de La Coruña, que adoptó “una costumbre establecida de antiguo: las Cortes del Reino (de Galicia) representadas por su diputación”. Diputación compuesta por siete regidores que representaban a las ciudades de La Coruña, Santiago de Compostela, Betanzos, Lugo, Mondoñedo, Orense y Tuy, elegidos por sus respectivos ayuntamientos.

Es de destacar -comenta Martínez de Velasco- que el alzamiento gallego no se plasmó en una nueva institución, sino que desde los primeros momentos se encontró una forma de gobierno tan tradicional y tan poco revolucionaria como fue la Diputación del Reino en Cortes5.

Luego analiza la composición de varias juntas provinciales que, como la de Sevilla, Valencia y Aragón, estaban divididas por estados: clero secular, audiencia territorial, ayuntamiento de la ciudad, nobleza, “el estado regular”, “el estado militar” y el comercio6.

Independientemente de las objeciones que se puedan hacer a los argumentos de Martínez de Velasco, así como de la validez de algunas de sus críticas a Artola, la cuestión a analizar es si se puede juzgar el carácter revolucionario o tradicional del llamado juntismo español por el origen histórico de los argumentos que legitimaron ese movimiento o por la calidad social de quienes integraron las juntas. Para expresarlo de la manera más breve posible, por ejemplo, es cierto que la figura del pacto de sujeción -con sus corolarios de la figura de reasunción de la soberanía por el pueblo, o del derecho de rebelión- es muy anterior al siglo XIX, y que efectivamente pertenece a buena parte de la Escolástica ya desde la Edad Media. Pero, insistamos, la pregunta es si se puede negar carácter revolucionario a un movimiento ocurrido en el XIX por el hecho de apoyarse en doctrinas y órganos de gobierno de carácter “tradicional”.

De la misma manera, podríamos también preguntarnos si la misma conclusión se seguiría del hecho de haberse comenzado en Buenos Aires el proceso que llevaría a la independencia con la convocatoria a cabildo abierto -antigua institución de carácter no popular (en el sentido actual de “popular”)-y citándose a la “parte principal y más sana” del vecindario7. Y, por añadidura, cuando el uso del argumento legitimador de la constitución de un gobierno local fue el mismo que en España: la reasunción de la soberanía por el pueblo -argumento que intentó suavizar la Primera Junta, el día 27 de mayo, utilizando la fórmula de “representación de la soberanía del monarca preso”.

Al llegar a este punto creo que nos encontramos, quizás sin advertirlo, ante una de las mayores trampas que los supuestos implícitos en el análisis histórico pueden tender a éste. Me refiero a la periodización que, en este caso, clasifica doctrinas e instituciones según unos “taxones” cuya validez podría y debería ser motivo de revisión. De acuerdo a esa taxonomía, las doctrinas y las instituciones poseerían una conformación sustancialmente distinta para cada supuesta época de la historia de la humanidad. Si así fuera, para tomar un sólo ejemplo entre otros, no podríamos explicarnos la vigencia de algo tan sustancial a la organización de la sociedad como el derecho romano, en tiempos tan distintos como el de la Europa medieval, el de la empresa napoleónica, y aún hoy en muchos países del mundo, entre ellos el nuestro.

Me parece que el carácter revolucionario de lo ocurrido de 1808 en adelante se explica no por la marca de fábrica de las doctrinas utilizadas sino por el contexto histórico en que se las utiliza y el resultado obtenido. Tal como ocurrió, para tomar otro ejemplo, con la persistencia de antiguas nociones iusnaturalistas en las revoluciones norteamericana y francesa.

2. Salvada esta cuestión implícita en el tema de esta mesa, me parece que sería necesario preguntarnos si es un buen punto de partida circunscribirnos a la “dimensión hispánica” de las revoluciones de independencia. Porque -y con esto no creo que diga algo muy nuevo-, si nos interesa examinar las posibles relaciones extra-americanas de esos procesos se hace necesario recordar que, aun habida cuenta de la peculiaridad de los sucesos revolucionarios ocurridos en la península a raíz de la invasión francesa, ellos bien pueden considerarse parte de un ciclo histórico que se suele denominar justamente el ciclo de las revoluciones modernas. Es decir, si existe unidad es en el conjunto del ciclo revolucionario iniciado en las colonias angloamericanas y culminado con la revolución francesa. Y me parece más fructífero enfocar los movimientos de independencia hispanoamericanos en esa perspectiva, sin dejar de atender por ello a los rasgos específicamente hispanos que contienen.

Por otra parte, la cuestión de lo que con peculiar lenguaje se denominó hace tiempo ”filiación histórica del movimiento de independencia” posee una historia de mal regusto ideológico. La tradicional tesis liberal, a la manera de Sarmiento (“Es inútil detenerse en el carácter, objeto y fin de la revolución de la independencia. En toda la América fueron los mismos, nacidos del mismo origen, a saber, el movimiento de las ideas europeas”) fue desafiada por posturas como las de Giménez Fernández o, en Argentina, la de Guillermo Furlong8. La contraposición de las ideas de la Enciclopedia francesa y la teología política de Francisco Suárez fue así una de las facetas de esa cuestión, llevada al absurdo por Furlong al resumirla en un dilema, el de si Rousseau o Suárez eran los ideólogos de la Revolución de Mayo. En ambos casos, en el esfuerzo por hacer de la Revolución de Mayo un acontecimiento de índole liberal, por un lado, o de carácter católico español, por otro, se partía de una manipulación anacrónica de los datos. Así, por una parte, la doctrina de la retroversión de la soberanía se ignoraba o podía ser considerada “un subterfugio que permitía la antigua tradición medieval española acerca del origen popular del poder monárquico, expresada en la institución de las Juntas de origen popular que recogían la autoridad no ejercida por el Rey”9. O, por otra parte, se la convertía en la prueba del predominio de la teología suareciana, ignorándose que, pese a su repudio por Rousseau, era común a la mayor parte de los iusnaturalistas no escolásticos.

Pero no sólo en ese hispanismo nacionalista10 se verifica una mirada distorsionada a los vínculos entre ambos procesos. Recuerdo que François Xavier Guerra, durante una visita al Instituto Ravignani, en 1989, se mostró muy interesado en un libro de Julio V. González, existente en la biblioteca del Instituto, sobre la historia del régimen representativo en Argentina11. Creo que el motivo de ese interés se debía a la tesis de González según la cual la revolución de Mayo no era otra cosa que una parte de la revolución española ocurrida a partir de la invasión napoleónica. Claro está que el en que escribía González, el del clima generado por la guerra civil española del siglo XX, hacía de su tesis -la tesis de un historiador socialista- una interpretación de la historia hispanoamericana asimilable a los objetivos de la República.

Los antecedentes inmediatos del sistema de gobierno implantado por la Revolución -escribía González- forman un complejo que se anuda alrededor de la Revolución de España, producida con motivo de la invasión de la Península por los ejércitos de Napoleón”. Y añadía: “Estimo que la vinculación de causa a efecto que liga al movimiento argentino con el español fue algo más estrecha y decisiva que lo que hasta hoy se ha reconocido. Para la historia general pudo ser el uno causa meramente ocasional del otro, pero para la constitucional reviste las características de una causa determinante.

Esta declaración tajante respecto de los vínculos entre ambos procesos la desarrolla a lo largo de la Introducción del primero de los dos tomos de su obra, con una perspectiva que puede sintetizarse en un párrafo en el que afirma que las conclusiones de su investigación le permitían asumir la responsabilidad científica de afirmar que para la historia de las instituciones políticas, la Revolución de Mayo fue una creación de la Revolución de España. Porque el movimiento popular de la Península, no sólo inició al argentino en las prácticas de la representación pública, sino que lo nutrió con principios y le proporcionó las bases sobre las que el pueblo de Mayo planeó la organización del nuevo Estado12.

Sin embargo, lo que sigue de inmediato a esa declaración de González puede generar actualmente algunas dudas. Permítanme citar in extenso lo que se lee en su libro a continuación de ese párrafo:

“Si los argentinos emancipados se dieron una democracia liberal y no una autocracia; si proclamarán el principio de la igualdad y no del privilegio; si impusieron la soberanía del pueblo como origen y justificación de toda autoridad, y no la voluntad divina, o los derechos dinásticos, o las prerrogativas aristocráticas; si entregaron los destinos de la Revolución a una junta popular, en vez de ponerla en manos de un dictador; si sólo fueron a depositar la tarea de constituir el Estado en un congreso representativo, y no en cuerpos o individuos con facultades discrecionales; si crearon instantáneamente las defensas del ciudadano contra los excesos del poder; si previnieron el despotismo dando categoría política a la opinión pública, colocada en función de control de la gestión de los mandatarios; si dieron sólida base al régimen republicano, reglamentando prolijamente las atribuciones de cada poder; si blindaron a los representantes del pueblo con los privilegios e inmunidades parlamentarias; si, en fin, la gloriosa Revolución nuestra tomó en la Asamblea del año XIII el contenido económico-social que le dieron sus leyes sobre abolición de la esclavitud, emancipación del indio, supresión de los mayorazgos y otras de índole semejante, fue porque los patriotas argentinos seguían paso a paso la obra de reconstrucción social y política, que contemporáneamente estaban cumpliendo los patriotas españoles con su Revolución. Así creo dejarlo demostrado en la última parte de esta obra.

En este trozo se observan dos equívocos de larga vigencia en la historiografía argentina: uno, el de magnificar los modestos logros de la Asamblea del año XIII, confundiendo además la denominada “libertad de vientres” con la abolición de la esclavitud, que tardaría aún muchas décadas en adoptarse. Y otro, trasfondo también de lo anterior, el de asimilar lo ocurrido entre 1810 y 1853 a lo sucedido a partir de esta última fecha. Un equívoco en que la mayor parte de los rasgos enumerados están interpretados anacrónicamente en clave del presente. Porque el proceso electoral abierto en julio de 1810 -y dejando de lado el también anacrónico uso del rótulo de democracia- mostraba en su concreción rasgos muy ajenos a los que supone la interpretación de González y nos llevan a similares observaciones a las que efectuamos más arriba respecto de la revolución española: en las elecciones realizadas en las diferentes ciudades, convocadas mediante la circular del 27 de mayo de 1810 para elegir diputados a la Junta provisional de Gobierno, además de que la convocatoria está dirigida a “la parte principal y más sana del vecindario”, las listas de participantes están distribuidas según una clasificación corporativa que incluye: regidores, clérigos, letrados, funcionarios de la burocracia, militares y vecinos. Asimismo, en la elección del diputado por Corrientes y también en la elección del diputado por Santa Fe se discute largamente el orden para emitir los sufragios, según las distintas corporaciones representadas en el Cabildo Abierto. En la elección del diputado por Salta, el Cabildo deliberó “por corporaciones”, lo cual significa que el obispo emitió opinión por el clero, un coronel en nombre del ejército, y un licenciado en nombre de las Reales Audiencias13.

Pero, y esto me parece el argumento sustancial, muchos de los rasgos de la historia intelectual y política peninsular poseen un innegable parentesco con los de la historia europea, al punto de que no me parece muy factible distinguir lo específicamente hispano que habría en ellos. Y quisiera subrayar que ese parentesco no se limita a las corrientes liberales o revolucionarias difundidas a partir del siglo XVIII sino que también corresponde a lo ocurrido en siglos anteriores, es decir, a lo que solemos llamar habitualmente doctrinas o instituciones “tradicionales”. Por ejemplo, es el caso de uno de los datos que más valoraban, desde opuestas perspectivas, González y Guerra, el recién comentado de los procedimientos electorales inaugurados por la Real Orden del 6 de octubre de 1809 para la elección de diputados a la Junta Central de Sevilla. Esta Orden fue invocada por la Primera Junta en las normas contenidas en su circular del 18 de julio de 1810 para la elección de los diputados del interior, que González calificaba de esta manera:

La Revolución de España provocó en la colonia del Río de la Plata un período de iniciación democrática inmediato anterior a la Revolución de Mayo, con motivo de la elección de un diputado-vocal a la Junta Central de Sevilla14.

Pero esas normas remiten a una más amplia y vieja historia europea. De manera que lo que podemos inferir más ajustadamente es que en el proceso de organización de un gobierno local, aún no independiente, la legislación de la metrópolis amparaba las decisiones de la Junta de Buenos Aires permitiéndole adoptar procedimientos representativos de matriz no precisamente hispana. Un esquema que bien puede aplicarse al caso de la relación de la cultura española con la europea a través de autores como Feijóo, Cadalso o Jovellanos...

Veamos mejor, en cambio, algunos de los rasgos sustanciales de lo ocurrido en los primeros meses de existencia del gobierno local en Buenos Aires, que remiten a una perspectiva no exclusivamente hispánica. Si por un lado, en lo que acostumbramos a llamar la primera década revolucionaria, los acontecimientos muestran el papel protagónico de una institución de antiguo régimen hispano colonial, como el Cabildo y, asimismo, tendencias centralistas que podrían considerarse de raíz borbónica, como asimismo el fuerte regalismo en relación con la Iglesia; por otra, exhiben iniciativas no necesariamente de esa procedencia, como las implicadas por los fundamentos contractualistas de la legitimación del poder, que hasta llegó a obligar al propio Cabildo a solicitar a la Junta que se le aplicara el procedimiento de comicios para elegir a sus miembros, dado que, declaraba el Ayuntamiento, la carencia de ese requisito le quitaba legitimidad de acuerdo a los nuevos criterios políticos fundados en el principio de la soberanía popular15. O como las fuertes tendencias confederales brotadas en los primeros años de esa década.

En este último caso, existen expresiones muy conocidas, como las provenientes de Artigas, con patente vinculación con la experiencia norteamericana, o la argumentación de la Junta Grande en 1811 que provocó su disolución por el Primer Triunvirato, al invocar a “las ciudades de nuestra confederación política”. Otras de menos frecuente mención pero no de menor importancia, como los argumentos del diputado por Tucumán a la Asamblea del Año XIII en pro de la unión confederal y su interpretación en clave confederal de la expresión “Provincias Unidas del Río de la Plata”. Otras, olvidadas, como la Circular enviada por la Sociedad Patriótica -entre cuyos dirigentes se contaba Bernardo de Monteagudo- a los cabildos del interior en 1812. Y otras que duermen en los archivos, como un extenso “Manifiesto Apologético de la Exma. Junta Gubernativa de la Capital de Buenos Aires a los Pueblos de su Confederación”, de setiembre de 1811, que parece no haber pasado de su calidad de borrador pero que posee valor de indicador de la tendencia del momento16. En suma, fuera por el conocimiento de la experiencia norteamericana, fuese por el conocimiento de lo que muchos tratados de temas políticos del siglo XVIII contenían respecto de las confederaciones, esta tendencia, que se convertiría en la definitivamente triunfante durante la primera mitad del siglo, comenzó a operar muy tempranamente.

Los primeros años de vida independiente, en suma, muestran un heterogéneo conjunto de iniciativas políticas de diverso origen o, más bien, de general presencia en la Europa moderna, tales como las doctrinas contractualistas y el principio del consentimiento, que hacen de la cuestión del origen algo mucho más complejo17. Incluso la difusión del derecho natural y de gentes en la España de la segunda mitad del XVIII y comienzos del XIX fue predominantemente de origen iusnaturalista moderno y no escolástico. Y la creación de la cátedra de derecho natural instituida por Carlos III ha sido bien interpretada como un intento, no exitoso, de compensar la difusión del iusnaturalismo mediante una enseñanza despojada de aquello que pudiese dañar a la religión o a la monarquía18.

La discusión en torno al carácter revolucionario de los sucesos españoles nos ha sido útil para percibir que la otra discusión, respecto de la supuesta matriz hispana de las independencias hispanoamericanas, tuvo dos expresiones: la de concebir las independencias como producto de instituciones y doctrinas “modernas”, por una parte, o “tradicionales”, por otra. Y que mientras la primera sirvió para apuntalar la tesis del origen revolucionario francés de la independencia, la segunda se utilizó para sostener su matriz hispana. Pero el caso es que, aun doctrinas e instituciones consideradas hispanas por su carácter tradicional podían también formar parte de un acervo europeo... La fuerte huella nacionalista que, a partir del Romanticismo, impregnó las historiografías de diversos países, ha distorsionado la visión de la historia cultural europea que supone la tesis hispanista. De alguna manera, no estaría mal recordar, aunque sólo en un sentido metafórico, aquellas ironías del Padre Feijóo cuando, en su artículo “Antipatía de franceses y españoles”, criticaba la opinión de que existían grandes diferencias intelectuales, morales o físicas entre las diversas naciones y sostenía que en lo substancial, esas diferencias eran imperceptibles19 .

Por eso, en lugar de un enfoque enmarcado en la conformación nacional de las doctrinas y tradiciones políticas, es de preferir, respondiendo a la realidad de la vida intelectual europea, otro que atienda a los enmarques supranacionales, tales como las corrientes intelectuales que conectaban a autores de países distintos y asimismo los definidos por las distintas órdenes religiosas católicas o por los diversos cultos protestantes, dada la trascendencia de lo que se ha llamado teología política en los sucesos de la época.

En suma, debería confesar, para terminar, que mi intención no ha sido más que sugerir un tema distinto que, por otra parte, no es demasiada novedad: la dimensión europea y norteamericana de las revoluciones hispánica e hispanoamericanas.

NOTAS

1. Véase “Los conceptos de periodización en la primera mitad del siglo XIX y el concepto de feudalismo”, en José Carlos Chiaramonte, Formas de sociedad y economía en Hispanoamérica, México, Grijalbo, 1983, pp. 21 y sigts.

2 Esteban Echeverría, Dogma socialista y otras páginas políticas, Buenos Aires, Estrada, 1948, p. 144, nota.

3 Bartolomé Hidalgo, “Diálogo patriótico Interesante”, en Martiniano Leguizamón, El primer poeta criollo del Río de la Plata, 1788-1822, 2a. ed., Paraná, 1944, p. 76.

4 “Martínez de Velasco, Ángel, La formación de la Junta Central, Pamplona, Universidad de Navarra, 1972, p. 83. La cita de Artola en pp. 93 y 82.

5 Ibíd. pp.84-85.

6 Ibíd., pp. 85 a 88. Notar la diferencia con el Río de la Plata -pero no tanto con México-, donde sólo hay diputados por ciudades.

7 En cuanto a cabildos abiertos, un artículo de la Gazeta recuerda en 1816 los cabildos abiertos en que se expresó “la voluntad general” desde el principio de “nuestra gloriosa revolución: 25 de mayo de 1810, 6 de abril de 1811, 23 de setiembre de 1812, 8 de octubre de 1813, 15 y 16 de abril de 1815. Gazeta de Buenos Ayres, “Cuestiones importantes de estos días”, 29 de junio de 1816, pp. 561 y sigts, y 5 de julio de 1816 (Gazeta extraordinaria), pp. (566) y sigts.

8 Domingo Faustino Sarmiento, Facundo, Buenos Aires, El Ateneo, 1952, p. 109; Manuel Giménez Fernández, Las doctrinas populistas en la independencia de Hispanoamérica, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Escuela de Estudios Hispanoamericanos, Sevilla, 1947; Guillermo Furlong, Nacimiento y desarrollo de la filosofía en el Río de la Plata, 1536-1810, Buenos Aires, Fundación Vitoria y Suárez, s. f.

9 José Luis Romero, Argentina, imágenes y perspectivas, Buenos Aires, Raigal, 1956, p. 90.

10 Véase, al respecto, Horst Pietschmann, “El problema del ‘nacionalismo’ en España en la Edad Moderna. La resistencia de Castilla contra el Emperador Carlos V”, Hispania, LII/1, nª. 180, 1992.

11 Julio V. González, Filiación histórica del gobierno representativo argentino, Buenos Aires, La Vanguardia, 1937. En cuanto a la interpretación de Guerra, en la Introducción a Modernidad e independencias..., (“Un proceso revolucionario único”) desarrolla la tesis, similar a la de Julio V. González, de la unidad de la revolución española iniciada con la insurrección antinapoleónica y las independencias hispanoamericanas. François-Xavier Guerra, Modernidad e independencias, Ensayos sobre las revoluciones hispánicas, México, 2a. ed., FCE, 1993.

12 J. V. González, op. cit., pp. 7 y 10.

13 Julio V. González, ob. cit., Libro 2; Ricardo Levene, La Revolución de Mayo y Mariano Moreno, Tomo 2, Buenos Aires, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, 1920. Véase un análisis de esos procesos electorales en José Carlos Chiaramonte -con la colab. de Marcela Ternavasio y Fabián Herrero-, “Vieja y nueva representación: los procesos electorales en Buenos Aires, 1810-1820”, en: Antonio Annino (comp.), Historia de las elecciones y de la formación del espacio político nacional en Iberoamérica, siglo XIX, Buenos Aires, FCE, 1995.

14 Ibíd., p. 9.

15 “D. Felipe Arana, El Síndico Procurador sobre que las elecciones de empleos concejiles y de república se hagan popularmente, y otras, Buenos Aires, abril de 1813”; AGN, Sala IX, 20-2-3.

16 Circular de la Sociedad Patriótica, publicada en: Emilio Ravignani, “Circular de la Sociedad patriótico-literaria, después de la Revolución del 8 de octubre de 1812”, Boletín del Instituto de Investigaciones Históricas, I, t. 18, año XIII, Nº. 61-63, julio 1934-marzo 1935 -el texto de la circular entre pp. 376 y 377; Comunicación al Cabildo de Tucumán de su diputado a la Asamblea del año XIII, Nicolás Laguna, cit. en Ariosto D. González, Las primeras fórmulas constitucionales en los países del Plata (1810-1813), Montevideo, Claudio García & Cía., 1941; “Manifiesto Apologético de la Exma. Junta Gubernativa de la Capital de Buenos Aires a los Pueblos de su Confederación”, Archivo de Vicente Anastasio Echeverría, Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires. El contenido de este documento coincide con los expuestos por Francisco Bruno de Rivarola en un texto originalmente inédito, publicado recientemente:(Francisco Bruno de Rivarola, Religión y fidelidad argentina (1809), Buenos Aires, Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho, 1983, por lo cual puede suponerse su autoría.

17 Yo mismo, en un trabajo de hace más de diez años, pese a reconocer el variado origen de los conceptos políticos que afloraban durante las independencias, recaía en la limitada percepción de calificar de “pautas políticas de raigambre hispana” a las vinculadas a la figura de la reasunción de la soberanía. “Modificaciones del pacto imperial”, en Antonio Annino, Luis Castro Leiva, François Xavier Guerra, De los imperios a las naciones: Iberoamérica, Zaragoza, IberCaja, 1994. Reeditado en: Antonio Annino y François-Xavier Guerra (coordinadores), Inventando la nación. Iberoamérica siglo XIX, México, FCE, 2003.

18 Antonio Jara Andreu, Derecho natural y conflictos ideológicos en la universidad española (1750-1850), Madrid, Instituto de Estudios Administrativos, 1977.

19 Fray Benito Jerónimo Feijóo y Montenegro, “Antipatía de franceses y españoles”, Obras escogidas, Biblioteca de Autores Españoles, Madrid, 1863, pág. 87.

 

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